El caso de los hermanos Peirano, que ha dado lugar a un pronunciamiento negativo para el país de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, es apenas la punta de un iceberg que esconde la situación de 4.249 reclusos que aún no han sido condenados y cumplen “prisión preventiva” en nuestras cárceles. Es el triste balance de un procedimiento penal escrito, a la vez secreto y obsoleto. En 1997 se quiso cambiar por juicios rápidos, orales y públicos, pero la vigencia del nuevo Código se ha postergado muy indebidamente.
La reciente resolución de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos exigiendo la liberación de los hermanos Peirano, presos sin condena por más de cuatro años, tuvo al menos el mérito de convocar la atención pública sobre uno de los temas nacionales que más requieren una urgente modificación legislativa. El caso Peirano es apenas un ejemplo más de una situación que viven 4.249 reclusos -alrededor del 60% de todos los presos- en las cárceles uruguayas. Es claro que de entre ellos solamente los hermanos Peirano tuvieron los medios para presentar y defender su caso en el alto tribunal interamericano. Pero la irregularidad es flagrante y señala un fuerte cuestionamiento a la Justicia de nuestro país, que en este aspecto está violando convenios internacionales y degradando el prestigio de la organización judicial.
Se trata, como en otros tantos problemas nacionales, de una situación que se arrastra desde hace ya muchos años. Nuestro actual sistema es escrito y especialmente lento. Hay un juez de Instrucción que, ante la prueba o semiplena prueba de la comisión de un delito inicia un proceso penal contra sus autores y decreta su prisión preventiva. Posteriormente, interviene un juez en lo Penal que reexamina el caso y debería dictar una condena, determinando el delito cometido y la pena que le corresponde sobre la base de las disposiciones del Código Penal y del estudio de atenuantes o agravantes que se pueden dar en cada caso. Esta es la instancia que, en el actual proceso escrito, se eterniza, mientras el acusado continúa en prisión sin que exista un pronunciamiento de fondo sobre su culpabilidad o inocencia.
Estas demoras se arrastran por años, y es así que las cárceles están llenas de “procesados” cumpliendo prisión preventiva, mientras son menos los reclusos ya condenados y cumpliendo una pena establecida por el juez. En los hechos, la acción de los defensores en materia penal casi nunca tiene que ver con la calificación penal del asunto del que se trata. Lo que hacen es pedir libertades anticipadas por consideraciones en general del todo ajenas al delito cometido. Libertades que el juez concede -tras una vista fiscal coincidente-, operando más o menos al tanteo, tratando de extender la prisión preventiva con alguna correspondencia con la pena que podría llegar a aplicarse en el caso de una condena. Un desajuste en un sentido o en el otro no tiene consecuencias. A nadie se le pagan los días que estuvo de más -salvo el reclamo de un completo inocente-, ni se le vuelve a encerrar porque la preventiva resultó corta frente a la sentencia que un juez pudo establecer hasta años después de que el recluso fue excarcelado por la concesión de una libertad anticipada.
A fines de 1997, el Parlamento dio su definitiva sanción legislativa a la Ley 16.893, que daba solución a estos problemas a través de la implantación de un nuevo Código de Proceso Penal. Este nuevo código establecía un cambio radical, al implementar un sistema de juicios orales y públicos en materia penal, en contraste con el eterno procedimiento escrito y el secreto de los presumarios. Y un procedimiento acusatorio en que la investigación era dirigida por el fiscal, que alegaba por la condena, mientras el defensor debía presentar el caso a favor del reo. El juez debía decidir conforme a Derecho y sobre tablas, resultando todo en un proceso que preservaba las garantías y prácticamente eliminaba las demoras. Por lo demás, el proceso se hacía público, con una bienvenida ventilación de las decisiones judiciales.
Aprobado por el Parlamento y con el cúmplase del Poder Ejecutivo de la época, el nuevo Código de Proceso nunca llegó a regir. En principio su entrada en vigencia se había dilatado para dar lugar a los cambios necesarios en la actividad de los juzgados. Entonces se empezó a sostener desde fuentes judiciales que se requería una muy sustantiva inversión edilicia para crear en todos los juzgados penales las salas necesarias para las audiencias públicas. Hay quien puede pensar que el tema se arreglaba con tres mesas y algunas sillas, pero lo cierto es que, luego de varias postergaciones en la entrada en vigencia, la Ley 17.506, de junio de 2002, suspendió sin fecha la aplicación del código y creó una comisión para estudiar las modificaciones necesarias. Algo así como un definitivo sepelio legislativo.
Con los años transcurridos, el tema ha cambiado para peor. Son más los reclusos, el porcentaje de los que están presos sin condena ha aumentado y ahora la Justicia nacional está en la mira de una comisión interamericana que comprueba la flagrante violación de tratados internacionales que obligan a la República.
Se trata de un tema al que hay que dar solución inmediata. Y no parece sensato que la misma sea soltar más presos porque traspasaron límites admisibles de prisión preventiva. Lo que hace falta es decidirse a aplicar el Código de 1997, quizá modificado. Y, en su caso, conseguir veinte sillas y tres mesas para cada juzgado penal y empezar a ventilar el Derecho uruguayo, sin las comodidades de un cine pero con la rapidez y amplia publicidad que debe rodear a decisiones que tienen que ver con la seguridad pública y con la vida de los ciudadanos.