El país asistió en las últimas horas, entre sorprendido e indignado, a la muerte de un joven policía que con arrojo testimonial extrajo su arma para defender a la sociedad. Ocurrió que la bala se atascó y ello dio tiempo a los delincuentes que pretendía detener, a disparar a su vez y quitarle la vida. La injusticia resulta mayor si se tiene en cuenta que este tipo de actos de valor no son frecuentes y que, además, dos niños quedan sin padre.
El episodio, más allá de esta desgracia, se inscribe en el tema recurrente, y mucho más amplio, de la seguridad pública. Porque con esa falla del arma parece quedar de manifiesto la necesidad de chequear la calidad del arsenal que el Estado pone en manos de sus servidores y de inspeccionar su funcionamiento con una frecuencia bastante mayor a la que -según ha trascendido- es la actual dentro de las fuerzas policiales.
El deceso de este funcionario pone sobre la mesa las preguntas de cada cuánto tiempo practican tiro los agentes, con qué grado de liberalidad se adquieren los proyectiles necesarios para que su entrenamiento sea acabado, cada cuánto revisan sus armas y qué seguimiento se aplica a estas presuntas obligaciones.
Si el policía ya sobrelleva, en circunstancias normales, el peso de órdenes restrictivas del uso de sus armas, sería de desear que, al menos, éstas les respondan como la población espera cuando las puede y debe usar.